domingo, 17 de abril de 2011

Ana María Matute, fragmentos.




Fiesta al Noroeste
Se llamaba Juan Medinao, como se llamaron su padre y el padre de su padre. La usura ejercida en tiempos por el abuelo le había convertido en el dueño casi absoluto de la Baja Artámila. Desde que tuvo uso de razón, se notó dueño y amo de algo que no había ganado. La casa y las tierras le venían grandes, pero especialmente la casa. La llamaban La Casa de los Juanes, y era fea, con tres grandes cuerpos de tierra casi granate y un patio central cubierto de losas. Al anochecer, las ventanas eran rojas; al alba, azul marino. Estaba emplazada lejos, como dando una zancada hacia atrás de la aldea, frente por frente al Campo del Noroeste. Desde la ventana de su habitación, Juan Medinao podía contemplar todos los entierros.
Aquel Domingo de Carnaval, cerca ya la noche, Juan Medinao rezaba. Desde niño sabía que eran días de expiación y santo desagravio. Tal vez su plegaria era un recuento, suma y balance de las cotidianas humillaciones a que exponía su corazón. Estaba casi a oscuras, con el fuego muriéndosele en el hogar y las dos manos enredadas como raíces.
Había entrado la noche en su casa, y la lluvia no cesaba contra el balcón. Cuando llovía así, Juan Medinao sentía el azote del agua en todas las ventanas, casi de un modo material, como un redoble desesperado.
Oyó que le llamaban. La voz humana que taladró el tabique le derrumbó desde sus alturas. Volvían a llamarle. Todos en la casa, hasta el último mozo, sabían que Juan Medinao rezaba a aquellas horas y que no debía interrumpírsele. Insistieron. Entonces, el corazón se le hinchó de ira. Gritó y arrojó un zapato contra la puerta.
-Abra la puerta, Juan Medinao -le dijeron-, es el alguacil el que le llama. Viene con un guardia del destacamento...
Vio el zapato en el suelo, con la boca abierta y deformada. Se sintió terriblemente ajeno a las paredes, al suelo y al techo. Era como si toda la habitación le escupiera hacia Dios. Se levantó y descorrió el cerrojo. Estaba allí una criada, con las manos escondidas debajo del delantal.
-Ya voy -dijo. Inmediatamente se arrepintió de su voz. Trató de corregirla dando una explicación dulce-: Me has interrumpido, estaba rodeado de ángeles...
La chica torció el cuello, y tapándose la boca bajó corriendo delante de él. A las muchachas demasiado jóvenes, Juan Medinao les daba miedo o risa.
Bajó la escalera despacio. También la sala estaba a oscuras.
-¿Qué pasa? -dijo. Los hombres eran unas manchas negruzcas y sus rostros, más claros, parecían flotar en el aire. El guardia le explicó que habían detenido a un saltimbanqui por haber partido en dos al hijo de Pedro Cruz. Fue un accidente, y su propio carro había quedado destrozado en medio de la plaza. Aquel payaso pedía ayuda a Juan Medinao.
[...]
A la luz del candil, vio al hombre. Era mayor que él, envejecido, y tenía los ojos separados, con una súplica profesional, madura. El corazón de Juan Medinao se quedó quieto, como si hubiera muerto.
-Hola, Juan Medinao -dijo el payaso-. Yo soy Dingo, el que te robó las monedas de plata...

Ana María Matute, Fiesta al noroeste, Ed. Cátedra, 1979, cap. II, págs. 86-89.


Olvidado rey Gudú

Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y sus piernas se movían como las aletas de una carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios. Cualquier humano hubiera sentido una gran fascinación al contemplarla en todos sus pormenores, excepción hecha de las orejas, que, como todas las de su especie eran largas y puntiagudas en extremo, aunque de un tierno color, entre sonrosado y oro.
A pesar de ser nieta de la Gran Dama del Lago, no poseía ni un ápice de su sabiduría, ni siquiera un granito de mínima inteligencia -como ocurre con frecuencia entre las ondinas-. Por el contrario, era de una tal dulzura y suavidad, y emanaba tal candor, que su profunda estupidez podía muy bien confundirse con el encanto y hechizo más conmovedores. Como toda ondina, era caprichosa en extremo, y su gran capricho era su Colección del Fondo, donde había cultivado con primor su jardín de los verdes intrincados. La colección de Ondina consistía en una ya nutrida exposición de muchachos jóvenes y bellos, comprendidos entre los catorce y los veinticinco años. Le gustaban tanto, que a menudo arrastrábalos al fondo y allí les conservaba sonrosados e incólumes, gracia al zumo de la planta maraubina que crece cada tres mil años entre las raíces del agua. Pero se cansaba pronto de ellos, pues por más que los adornara con flores lacustres, y coronara sus cabezas con toda clase de resplandecientes piedrecitas, y acariciara sus cabellos, y besara sus fríos labios, ellos nada le decían ni hacían; de suerte que necesitaba siempre más y más muchachos para distraerse con variedad.
A veces, aproximándose cautelosamente a las orillas del lago, había visto cómo jóvenes parejas de campesinos se acariciaban y besaban mutuamente y esto la llenaba de envidia. Así se lo había confesado en más de una ocasión a los trasgos, que, compadecidos, a veces, empujaban muchachos al fondo. Entre estos se contaba el trasgo del Sur, al que había confiado su caprichosa obsesión. "Eso es una tontería - le decían los trasgos-. Decídete a tomar por esposo a cualquier delfín de los que pululan por las costas del sur y déjate de esos caprichos. Teniendo en cuenta tu juventud, puede perdonársete, pero anda con cuidado no se entere su abuela: ella no tolera contaminaciones humanas, y sólo con ahogados puedes juguetear sin peligro." "Así lo haré -decía ella entonces, compungida-. Prometo no olvidarlo." Pero como era estúpida hasta los más remotos orígenes de su sustancia, no sólo lo olvidaba, sino que persistía en el peregrino deseo de recibir caricias y besos de hombre vivo. "Pero ¿para qué? - le preguntaba el Trasgo del Sur, que desde sus libaciones y dada su instalación en el Castillo, cuya zona Norte lamía las aguas del creciente Lago, mantenía grandes charlas con ella-. No veo la razón, pero así es."
Y en éstas estaba cuando el Trasgo se acordó oportunamente de ella, de su cándida naturaleza y de su insensato capricho. Así eran las ondinas, se decía. Otra había conocido, en el Sur, encaprichada con los asnos, y otra también, más al Este, que tenía predilección por los soldados de barba roja. Todo podía esperarse de una ondina, menos cordura.
Esperó noche propicia -esto es, en creciente-, y horadando los entresijos de la tierra, abrió un pasadizo hasta el Manantial del Lago.
-Hacía tiempo que no venías, trasgo del sur- dijo Ondina, que le prefería, sin saberlo, por el tufillo humano que iba lentamente apoderándose de él. Me gustará enseñarte el último que ha entrado. Me lo enseño el trasgo de la Región Alamanita, y es muy hermoso. Aún no me he cansado de adornarle: mira, le puse caracolas en las orejas, ramitos de maraubina por todas partes, y aquí, está la perla que me regaló una ostra del Mar Drango. ¿Qué más puedo hacer ahora, para no aburrirme?
El trasgo contempló pensativamente a un jovencito de cabello oscuro y tez dorada aunque con expresión de espanto, pues no había tenido tiempo de cerrar los ojos. Le pareció el colmo de la fealdad y ridiculez, pero se calló sus opiniones, para bien conquistar a Ondina.
Miró con recelo de un lado a otro, y al fin musitó:
-¿No esperas la visita de la Gran Dama, verdad?
-Oh no-dijo ella-. Está demasiado ocupada preparando el próximo deshielo. No ha visto los tres últimos, y aunque no le gustan demasiado, dice que si me contento con ahogados, nada tiene que reprocharme.
-Pues bien, he pensado mucho en ti, hermosura -dijo el Trasgo-. Y se me hace que alguna solución hallaremos, sin que incurras en enfados de tu maravillosa Abuela que tanto Respeto me Inspira -pues para hablar de ella sólo podía utilizar palabras con mayúscula.
-¿De veras? -exclamó Ondina, con sumo interés-. Dime, Trasgo del Sur.
-La cosa es que te ofrezco una oportunidad: hemos encontrado un bebedizo que te permitirá tomar forma humana, por breve tiempo -a lo sumo diez días-, sin peligro de contaminación. Claro está que si prolongas esta forma humana solo un minuto más, tu contaminación se produciría, y de forma tan peligrosa que la cosa remedio no tendrá. Pero como eres caprichosilla, tengo para mí que más de dos días no te van a divertir los muchachos humanos, con los que podrás retozar a gusto durante ese tiempo. Y así, el peligro se alejará, con gran ventaja para ti: podrás beber el elixir cuantas veces quieras, y tomar, por diez días, la figura de mujer que te sea más útil (siempre que sea diferente entre sí)... Tengo para mí, que vas a disfrutar de lo lindo, y no te vas a aburrir lo que se dice nada, en varios siglos vista.
La Ondina dio dos volteretas en el agua. Era su máxima expresión de contento, ya que su boca sólo tenía un grado de sonrisa.
-¡Rápido!- gritó. Y la superficie del Lago se estremeció súbitamente, como bajo un vendaval-. ¡Rápido, dame ese bebedizo!
-Un momento, hermosura-dijo el Trasgo-. Siento decírtelo, pero todo tiene sus condiciones.
-Dime tus condiciones.
-Verás: en el transcurso de estas delicias, podrás disfrutar de las caricias, besos y cuanto te plazca de cuantos mozos tengas a bien. Pero... -y aquí, recalcó mucho sus palabras- siempre y cuando persistas, una vez tras otra, en atraer a cierto hombre, que si bien en su día será joven y tal vez hasta bello, con el tiempo se irá haciendo viejo y hasta feo o repulsivo. Sólo así, bajo ese solemne juramento, te daré el bebedizo.
-Bueno -dijo ella-, poco importa. Bien sabré consolarme con los otros, mientras la raza humana exista y produzca tales deliciosas criaturas- y señaló el Jardín de Mancebos Ahogados.
-Bien. Voy a comunicar tu asentimiento a quien es pertinente- dijo el Trasgo. Y dejándola muy ilusionada, regresó por donde había venido.
La reina Ardid quedó muy complacida al saber esto. Sin embargo, dijo:
-Querido mío, ¿estás seguro de que Ondina no se cansará de esperar el bebedizo prometido? Ten en cuenta que hasta que Gudú esté en edad de poder apreciar sus encantos, han de pasar bastantes años.
-Ay, querida niña- dijo el Trasgo-, ¿qué son unos cuantos años más o menos para quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada,
-Y bebió con fruición, no exenta de temblores, un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones. Pues el temor que le inspiraba la Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid.

Ana María Matute, Olvidado Rey Gudú, 1996. Parte II, capítulo 2, págs. 253-257.


Paraíso Inhabitado

Ya no sólo jugábamos con el teatro. De entre las muchas cosas envidiables que sepodían encontrar en aquel cuarto de juegos tan abigarrado, sobresalía una considerable cantidad de libros de cuentos. Algunos en francés, pero la mayoría en español. Yo tenía en casa muchos libros, pero casi todos estaban más que releídos. Últimamente, con la ausencia de papá, que era quien escribía a los Reyes Magos, o me los regalaba por Navidad o por mi santo (y a veces sin festejo alguno de por medio), ya muy raramente me llegaban. Leer fue una de las cosas que más me unió a Gavrila.

A menudo nos echábamos en el suelo, boca abajo, compartiendo un mismo libro y un mismo trocito de alfombra. Tácitamente elegíamos siempre el mismo tramo, con los mismos dibujos y colores, una mezcla de rombos y círculos azul y marrón. Con los días, llegó a ser un territorio propio, una especie de refugio-cabaña en algún bosque, donde se entraba para trasladarnos a espacios sólo visibles a través de sus palabras, de donde se salía para reincorporarse al mundo exterior. Yo veía aquel trocito de alfombra como puerta, cerradura y llave de un país sólo nuestro. Se abría al entrar, se cerraba al salir. Un secreto tan íntimo que ni siquiera se podía nombrar en silencio, con el libro abierto y compartido. Si era un libro francés y contenía frases que yo, todavía, no entendía bien, él las traducía, con su peculiar pronunciación de erres rotundas, que no eran precisamente las suaves y casi guturales erres francesas. Un día le pregunté:

-¿Por qué dices así la erre?

-Porque soy ruso.

Y al decirlo levantó la cabeza, casi desafiante. Me pareció una razón bastante buena, aunque sin comprender muy bien por qué. Todo lo que él decía, a pesar de que a primera vista me pareciese más allá de cuanto hasta entonces sucedía o había escuchado en mi entorno habitual, acababa siendo razonable y, sobre todo, verdadero. Mucho más

verdadero que las aplastantes «verdades como puños» con que solían apabullarme tanto en Saint Maur como en casa.

Las láminas de los libros de Gavi eran extraordinariamente sugerentes, y nos deteníamos largo rato en ellas, mirándolas al detalle, descubriendo cosas que a primera vista parecían invisibles o anodinas. Recuerdo una donde había una casa partida de arriba abajo, y dejaba al descubierto no sólo a sus moradores, muebles y objetos, sino también a los otros, los ocultos habitantes que yo conocía en mis travesías

nocturnas hacia el salón y a los que una vez aludió Sagrario. Creo que Gavi y yo llegamos a vivir dentro de aquella casa partida, durante días y días. Y cuando ya habíamos leído el cuento que la había inspirado, retornábamos a ella. Y antes de volver página, nos mirábamos y sonreíamos, y no necesitábamos palabras para saber lo que pensábamos o sentíamos los dos. Éramos entonces cómplices de alguna misteriosa

causa que sólo él y yo conocíamos. Parecida a la complicidad de Isabel y yo con los chupitos en la despensa. Aunque de índole muy distinta, porque lo de Isabel pertenecía al mundo de los Gigantes, y lo de Gavi y yo, no.

Gavi pasaba las páginas con una suavidad que contrastaba con la casi rudeza de sus movimientos. Pero sus libros estaban impecablemente bien tratados, tanto como los míos. No como los heredados de Cristina.

El Teatro de los Niños seguía siendo, de todos modos, nuestra vía de comunicación más íntima. Y necesaria.

Uno a cada lado del escenario nos hacíamos partícipes de cosas que acaso cara a cara no hubiéramos sido capaces de decir. En algún momento me recordó al confesionario de Saint Maur, donde era obligatorio ir a confesar faltas, pecados, o lo que fuera molesto decir, a través de una rejilla, tras la que se adivinaba el perfil, eternamente masticante, del padre Torres. Pero éste era un confesionario diferente, un

lugar donde, sin amenazas de infierno, culpas ni penitencias, se podía decir todo lo que de otra manera no hubiera sido posible.

Así, una tarde le dije:

-A veces yo no quiero a mi mamá.

Y él contestó, rápidamente:

-Yo tampoco.

Eso fue todo. Pero sentí -y tal vez él también- que acabábamos de derribar un muro más de los que hasta aquel momento se interponían entre nosotros.

Días más tarde -siempre estas cosas ocurrían con el teatro por medio, aunque para comunicarnos ya no necesitábamos mover los muñecos de cartulina-, me dijo:

-Mi mamá sabe volar.

No me pareció extraño porque su hijo volaba, yo lo había visto.

-Es muy guapa -añadió.

Yo no tenía nada que objetar. Nunca la había visto.

-Pero Él es más bueno que ella... y me quiere más que ella.

Yo había oído hablar mucho del Conde, tanto en el cuarto de la plancha como en la cocina, incluso a la lavandera Tomasa, que no vivía en la casa. Era un personaje que fomentaba muchísimos comentarios e incluso ligeras discusiones en las zonas del parquet sin encerar. Porque unos decían cosas buenas de él, y otros, no.

Intuí que cuando Gavi decía Él se refería al Conde. Así que pregunté, sólo por preguntar:

-¿El Conde?

Hubo un silencio largo, inusual entre nosotros. Y después, bruscamente, Gavi abandonó el teatro y corrió más que anduvo hacia los libros. Eligió uno, lo agitó en el aire, como si fuera un trofeo, y dijo:

-¿Quieres leer? Éste no lo conoces.

Abandoné mi puesto tras el telar número dos, y fui a tenderme a su lado, boca abajo, sobre nuestro territorio de rombos y círculos de colores. El libro se titulaba El Rey Cuervo.

Sí, lo conocía. Se trataba de un cuento que me atraía, pero a la vez me desasosegaba tanto que nunca lo había terminado de leer.

Al fin, como si no estuviera muy seguro, dijo:

-Algunos le llaman así. Pero se llama Mauricio.

Pasó la página y seguimos leyendo. Casi mágicamente ocurría que, cuando pasaba página, los dos habíamos terminado de leerla a la vez. Casi nunca se equivocó.

Aquella tarde, Teo cosía a nuestro lado, en un taburete. Tenía a su alcance un costurero muy bonito, lleno de hilos de colores, tijeritas, agujas, cintas... A veces me dejaba mirarlo y manosearlo un poco. Solía sentarse de perfil, con el oído bueno hacia nosotros. Cuando oyó lo que Gavi acababa de decirme, ahuecó la palma de la mano sobre la oreja sorda, y dijo:

-¿Has hablado de mamá?

Gavi afirmó con la cabeza, pero siguió leyendo. Y yo, también, pero atenta a cuanto Teo hacía o decía. Junto a Isabel fue mi maestro de aquellos días.

-Gavi, enséñale a Adri las fotografías de mamá, y verá cómo vuela. Y también enséñale el vestido de la reina...

Gavi hacía como que no le oía, seguía leyendo, pero yo no podía ahora seguirle. Levanté la cabeza y vi a Teo mirándonos, con la aguja en alto de la que pendía un hilo de oro. Por primera vez rompió la magia que nos unía durante la lectura. Y vi el pálido rostro de Teo, con sus orejas-alas de mariposa gigantesca y sus ojos de niño perdido en el bosque. Entre sus dedos relucía el hilo.

Bordaba algo muy diferente a las vainiquitas de las niñas del tercero, las que iban a comulgar, o quizá ya habían comulgado, quién sabe cuándo. Sentí un súbito y gran cariño por él. Un cariño que dolía porque no podía hacer nada por consolarle, y nunca había visto una mirada como la de aquellos ojos negrísimos, bordeados de pestañas espesas, donde se adivinaba un fulgor pequeño, cotidiano, de lágrimas escondidas.

-Teo, te quiero mucho.

Se levantó y se acercó, inclinándose:

-Si no fuera por vosotros... si no fuera por vosotros...

Se volvió de espaldas, vi que sus hombros se movían de arriba abajo, y pensé que estaba llorando.

-Gavi, ¿porqué Teo llora tanto?

Gavi tardó en contestar. Seguía empeñado en la lectura de El Rey Cuervo, aunque no pasaba página. Al fin dijo, muy bajito:

-Porque no le quieren...

Era la segunda vez que lo oía, y eché a correr hacia aquel hombre tan alto, que estaba de espaldas, y nadie le quería, aunque yo no sabía por qué. Di la vuelta, para verle de frente, pero se tapaba la cara con las manos.

-Teo, yo te quiero...

Teo apartó las manos, y con sorpresa vi que aunque le caían lágrimas no lloraba. Sonreía. Y al sonreír parecía casi guapo (con lo feo que era, por lo general).

-¡Que te enseñe Gavi las fotografías de la señora...! Es un ángel, un ángel. ¡Dios mío, qué malo es el mundo!

Me quedé sobrecogida por esta afirmación. ¿El mundo de los Gigantes? ¿El de la mamá de Gavi, el del Conde...? ¿En qué mundo vivíamos él, Gavi, Isabel, Tata María e incluso Paco o toda la caravana que pasaba por nuestra puerta? ¿Y los gemelos, a quienes yo quería y hasta admiraba? ¿Y papá y Eduarda?

-¿Por qué, Teo, por qué...?

Teo se volvió, de nuevo sonriente, y dijo:

-Ay, no me hagas caso. Son cosas mías... No me hagas caso, Adri. Tú también eres un ángel.

Aunque Gavi había dicho que cuando llegara la primavera me enseñaría a volar, yo me sabía muy torpe para tener alas. Además, la primavera me parecía un lugar muy lejano.

Teo se había quedado pensativo, mirando su labor. Era una tela muy grande, no las acostumbradas pequeñas piezas blancas que solía bordar, o coser, o lo que fuera, para las niñas del tercero.

Nos acercamos y nos mostró algo maravilloso, una tela brillante, ligera como un soplo -tal vez era raso, pero yo no había visto ni palpado antes nada parecido-, de un azul eléctrico donde aparecían grandes pájaros, pero no pájaros corrientes, sino aves suntuosas, de todos los colores, entre los que sobresalía aquel hilo de oro, ensartado en su aguja que yo había visto entre sus dedos. Mientras nos los enseñaba, ibaacariciándolos y decía:

-Mejor que el Arco Iris, mejor todavía...

Por supuesto lo era, y quizá nuestro silencio expresaba la admiración que sentíamos.

-¿Os acordáis de Las mil y una noches...? Pues así es esto: cuando el Emperador de la China se viste para la Fiesta del Dragón... No me acuerdo del nombre del dragón, pero da igual.

Nosotros tampoco nos acordábamos.

-Pues éste es el disfraz que luciré para el baile de Carnaval. Y ganaré el primer premio.

Ciertamente, estábamos en vísperas del Carnaval. Recordé que una vez, cuando yo era muy pequeña -quizá tenía sólo tres o cuatro años-, me disfrazaron de holandesa, y me llevaron a una fiesta de disfraces infantil, en casa de una amiga de mamá. Y me sentí muy mal, estuve llorando todo el tiempo hasta que Tata María me cogió en brazos y me llevó a casa. Había comido muchas lionesas de nata y, por el camino, vomité en su hombro.

-Estas fiestas no son para esta niña... La Cristina era otra cosa... -dijo la Tata.

Pero ahora, en cambio, Teo parecía desbordar alegría.

-¡Sedas, Arco Iris, oro...! -murmuraba, acariciando la tela y los bordados.

Su voz tenía una suavidad de terciopelo. Me acerqué más a su bordado y, por un instante, los pájaros emprendieron el vuelo, tal y como otras veces había echado a correr el Unicornio.

-¿Me dejas tocarlo?

-Claro que sí... verás qué ensueño.

Lo toqué, y verdaderamente lo que sentí fue ensueño. Cerré los ojos.

-Yo seré el Emperador de los Sueños Imposibles -recitó él, como si estuviera leyendo algo en voz alta. Un cuento, o un poema del libro Poesía para niños que tenía Gavi en la estantería más alta. Costaba llegar a ella, tenía que subirme a una silla, pero lo conseguí, y cuando lo hice, Teo me la arrebató casi bruscamente, la abrió por alguna página secreta, sólo suya, y recitó despacito, mientras su voz se transformaba.

Gavi y yo le escuchábamos en silencio. Parecía, de pronto, que una ráfaga de viento, un viento desconocido, misterioso y desasosegante cruzaba el cuarto de jugar.

Pero Teo destruyó el encanto, lanzando una carcajada chillona. Me recordó la risa de un niño muy pequeño, casi un bebé, que había oído tiempo atrás, cuando aún iba al parque con Tata María.

-¿Te vas a disfrazar...? -preguntó Gavi.

Y percibí un temblor sutil, casi inaudible, en su voz.

-Sí, claro está... Niños, el Carnaval es mi fiesta, la que más me gusta.

-¿Irás al baile?

-Sí, claro está que iré.

Teo suspiró muy fuerte, casi se veía salir el aire de sus pulmones por los agujeritos de su nariz. Y dijo:

-Iré al baile, como la Cenicienta. Pese a quien pese.

...

Ana María Matute, Paraíso Inhabitado, 2008. Capítulo 10, págs.. 185-193.

http://es.scribd.com/doc/40025262/Matute-Ana-Maria-Paraiso-inhabitado

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